ELEMENTOS MAGISTERIALES PARA LA MISIÓN
Evangelii Nuntiandi
|
Liturgia de las Horas |
La
Buena Nueva debe ser proclamada en primer lugar, mediante el testimonio.
Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad
humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su
comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de
todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de
manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los
valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A
través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a
quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por
qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están
con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una
proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva.
Hay en ello un gesto inicial de evangelización. Surgirán otros interrogantes,
más profundos y más comprometedores, provocados por este testimonio que
comporta presencia, participación, solidaridad y que es un elemento esencial,
en general al primero absolutamente en la evangelización (EN 21).
Redemptoris Missio
¿Para qué
la misión? respondemos
con la fe y la esperanza de la Iglesia: abrirse al amor de Dios es la verdadera
liberación. En él, sólo en él, somos liberados de toda forma de alienación y
extravío, de la esclavitud del poder del pecado y de la muerte. Cristo es
verdaderamente « nuestra paz » (Ef 2,
14), y « el amor de Cristo nos apremia » (2
Cor 5, 14), dando sentido y alegría a nuestra vida. La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe
en Cristo y en su amor por nosotros. Nosotros sabemos que Jesús vino a traer la
salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres,
abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina. (RM 11, c-d)
¿Por qué la misión? Porque a nosotros, como a san Pablo, « se nos ha
concedido la gracia de anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de
Cristo » (Ef 3, 8). La novedad de
vida en él es la «Buena Nueva» para el hombre de todo tiempo: a ella han sido
llamados y destinados todos los hombres. De hecho, todos la buscan, aunque a
veces de manera confusa, y tienen el derecho a conocer el valor de este don y
la posibilidad de alcanzarlo. La Iglesia y, en ella, todo cristiano, no puede
esconder ni conservar para sí esta novedad y riqueza, recibidas de la divina
bondad para ser comunicadas a todos los hombres. He ahí por qué la misión,
además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia
profunda de la vida de Dios en nosotros. Quienes han sido incorporados a la
Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos
en testimoniar la fe y la vida cristiana como
servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que « su
excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una gracia
singular de Cristo, no respondiendo a la cual con pensamiento, palabra y obra, lejos
de salvarse, serán juzgados con mayor severidad -LG 14-». (RM 11, e-f)
Aparecida
La
alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos
como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los
hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la
buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la
muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y
compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto
frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el
odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino
una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar
la buena noticia del amor de Dios. Conocer
a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo
encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a
conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo. DA 29
La
Iglesia debe cumplir su misión siguiendo los pasos de Jesús y adoptando sus
actitudes (cf. Mt 9, 35-36). Él, siendo el Señor, se hizo servidor y obediente
hasta la muerte de cruz (cf. Fil 2, 8); siendo rico, eligió ser pobre por
nosotros (cf. 2 Co 8, 9), enseñándonos el itinerario de nuestra vocación de
discípulos y misioneros.
En
el Evangelio aprendemos la sublime lección de ser pobres siguiendo a Jesús
pobre (cf. Lc 6, 20; 9, 58), y la de anunciar el Evangelio de la paz sin bolsa
ni alforja, sin poner nuestra confianza en el dinero ni en el poder de este
mundo (cf. Lc 10, 4 ss ). En la
generosidad de los misioneros se manifiesta la generosidad de Dios, en la
gratuidad de los apóstoles aparece la gratuidad del Evangelio.
Entre
las comunidades eclesiales, en las que viven y se forman los discípulos
misioneros de Jesucristo, sobresalen las Parroquias. Ellas son células vivas de
la Iglesia y el lugar privilegiado en el que la mayoría de los fieles tienen
una experiencia concreta de Cristo y la comunión eclesial. Están llamadas a ser
casas y escuelas de comunión. Uno de los anhelos más grandes que se ha
expresado en las Iglesias de América Latina y El Caribe, con motivo de la
preparación de la V Conferencia General, es el de una valiente acción
renovadora de las Parroquias a fin de que sean de verdad espacios de la
iniciación cristiana, de la educación y celebración de la fe, abiertas a la
diversidad de carismas, servicios y ministerios, organizadas de modo
comunitario y responsable, integradoras de movimientos de apostolado ya
existentes, atentas a la diversidad cultural de sus habitantes, abiertas a los
proyectos pastorales y supra parroquiales y a las realidades circundantes
(EAm 41). (DA 170)
El
insuficiente número de sacerdotes y su no equitativa distribución imposibilitan
que muchas comunidades puedan participar regularmente en la celebración de la
Eucaristía. Recordando que la Eucaristía hace a la Iglesia, nos preocupa la
situación de miles de estas comunidades privadas de la Eucaristía dominical por
largos períodos de tiempo. A esto se añade la relativa escasez de vocaciones al
ministerio y a la vida consagrada. Falta espíritu misionero en miembros del
clero, incluso en su formación. Muchos católicos viven y mueren sin asistencia
de la Iglesia, a la que pertenecen por el bautismo. Se afrontan dificultades
para asumir el sostenimiento económico de las estructuras pastorales. Falta
solidaridad en la comunión de bienes al interior de las Iglesias locales y
entre ellas… Algunos movimientos eclesiales no siempre se integran adecuadamente en la pastoral
parroquial y diocesana; a su vez, algunas estructuras eclesiales no son
suficientemente abiertas para acogerlos. (DA 100 –e-)
La
conversión pastoral de nuestras comunidades exige que se pase de una pastoral
de mera conservación a una pastoral decididamente misionera. Así será posible
que “el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de
cada comunidad eclesial”209 (NMI 12) con nuevo ardor misionero, haciendo que la
Iglesia se manifieste como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora,
una escuela permanente de comunión misionera. (DA 370)
Teniendo ya este referente,
de la experiencia cristiana desde la comunidad de origen, el pueblo de
procedencia en la Iglesia, pero con los condicionantes ya nombradas, en el
encuentro con mujeres y hombres que han sabido reconocer, vivir y transmitir la
vida del Dios de Jesucristo y que a través de su testimonio y su pastoral han
comunicado una manera de ser cristianos y de ser Iglesia-Pueblo de Dios,
conscientes y comprometidos, permite ir reconociendo e ir integrando en la vida
el seguimiento de Cristo, viviendo de manera responsable y comprometida el ser
de bautizados desde la participación, junto con otros y otras, en la Misión, y
ahora desde la experiencia que vivida como agentes misioneros desde nuestra
realidad eclesial, social, política, religiosa, educativa y pastoral.